Comentario
Durante el reinado de Fernando VI, Bonavia llegó a terminar en Aranjuez la plaza principal con su fuente -reformada en 1760 y 1830- y la iglesia de San Antonio, así como parte de la explanación de las nuevas calles, algunos edificios para la Corte -como el cuartel de Guardias, por López Corona- y la reforma interior de la iglesia de Alpajés, pero no la exterior. Aquí el arquitecto desarrolló una versión de la fachada curva que ya había planteado en la citada de los Santos Justo y Pastor, hoy San Miguel, en Madrid. Sin embargo, la mayor parte de los edificios del pueblo y la configuración definitiva del Sitio pertenecen al período siguiente.
Durante el reinado de Carlos III los Sitios Reales, como lugares exclusivamente dependientes del monarca ilustrado, cobran un nuevo sentido como ejemplos o experiencias modelo de las actuaciones que el Estado propone sobre la generalidad del país. Este cambio de orientación es particularmente notable en Aranjuez, que pierde el sentido escenográfico-festivo del período anterior. Modifica a tal efecto también sus estructuras arquitectónicas -derribo de la tribuna edificada por Bonavia para que los reyes viesen los espectáculos desde el palacio; nuevo cerramiento del Parterre-, y adquiere un doble significado de ejemplaridad: el pueblo, como ciudad deseable, y el conjunto del Sitio como explotación agrícola modelo de la Ilustración.
Este último aspecto se manifiesta en la creación de nuevas áreas de cultivo geométricamente ordenadas por medio de calles de árboles, como el Campo Flamenco, el Real Cortijo, los Deleites, la huerta de Secano, etcétera, donde se ejerce una agricultura verdaderamente real, de hecho más opulenta que razonable económicamente, pero que en principio se planteaba como un incentivo no sólo a la explotación de esa Vega en concreto, sino a la del conjunto del país.
La España arbolada y aprovechada a la que aspiraban los ilustrados y por la que clama machaconamente Ponz en su Viaje contaba aquí con una demostración tangible que hoy día, tras los desmanes del último siglo transcurrido, casi sólo puede ser evocada mediante el plano general y las estampas (1775) de Domingo de Aguirre. Esta ordenación del espacio iba acompañada por una notable arquitectura rural, entre la que cabe destacar la Casa de Sotomayor para la real yeguada, o la capilla y las bodegas del Real Cortijo de San Isidro, entre otras.
Estos edificios, como los del pueblo, se deben a los sucesores de Bonavia en la dirección de las obras, bajo los cuales se configura en Aranjuez otra imagen modelo, la urbana. Sobre la trama, ampliada, del poblado de Bonavia, Carlos III plantea a partir de 1760 en Aranjuez una ciudad con manzanas de altura uniforme, arquitectura homogénea y digna, iluminación nocturna -durante la estancia de la Corte sólo-, con edilicios públicos -o reales: teatro, hospital, convento- relativamente monumentales, con nuevos edilicios para el séquito de las personas reales -Casa de la reina madre, Casa de infantes, cuarteles de guardias-, y con el matadero y el cementerio concebidos ad hoc fuera del pueblo.
El arquitecto de la mayor parte de estas obras fue el francés Jaime Marquet, ayudante de Bonavia en el Retiro desde 1758 y sucesor suyo al año siguiente; fue auxiliado en las construcciones por Manuel Serrano, que ocupó a su vez el puesto en 1783. La imagen urbana de Aranjuez fue acabada de definir en el reinado de Carlos IV por Juan de Villanueva.
Los demás Reales Sitios participan también, pero en menor escala que Aranjuez, de este carácter de ciudad modelo de la Ilustración que Carlos III estaba planteando también en ellos como en la Corte. A este respecto, cabe destacar que el motín de Esquilache parece haber despertado el interés del monarca por aplicar los mismos principios urbanísticos ensayados en Aranjuez y de aplicación forzosa en Madrid a La Granja de San Ildefonso, a El Escorial y, con más modestia, a El Pardo. Este último Sitio, desfigurado por la reforma de Diego Méndez en los años 1940, acabó de perder carácter debido a la demolición de la antigua Casa de Oficios y edificación del nuevo centro cívico, así como a la construcción de los bloques de viviendas de Andrada, que nunca debieron haber existido.
En La Granja los padres de Carlos III, sin preocupación urbanística alguna, habían dejado crecer dentro de los muros una desordenada aldea cuya reforma se planteó a partir de 1760, empezando por la regularización de la plaza de Palacio -construcción del Cuartel de Guardias- y continuando por una nueva vía perpendicular a éste y paralela a la cerca, la calle de Infantes -así llamada a consecuencia de la Casa construida por el arquitecto del Sitio y encargado de todas estas obras, José Díaz Gamones- y adentrándose luego en el interior de la población desde una nueva puerta monumental, llamada de la reina, hacia la preexistente iglesia de los Dolores, que sirve de punto focal de este eje.
En los ángulos de la población, tras la fábrica vieja de cristales y las reales caballerizas, se ordena el espacio a base de manzanas rectangulares y se sitúan allí los nuevos edificios públicos -casa de postas, tahona, matadero- situados en los bordes de la ciudad, mientras se construyen extramuros un nuevo hospital y un cementerio, pionero entre los que, según la R. O. de 1787, debían crearse en todas partes fuera de poblado. La muerte de Carlos III impidió que se llevasen a cabo en su totalidad los proyectos de Floridablanca, que deseaba aplicar también a la zona más alta y apartada del pueblo de La Granja esta reforma urbana, planteada como una regularización de la hurgada existente mediante una trama de manzanas cuadrangulares digna y clara.
La Real Fábrica de Cristales -luego ampliada por Villanueva- es el edificio singular más destacable entre los levantados en La Granja por Gamones, que en ella se revela heredero de los planteamientos constructivos y formales enraizados en la Corte por la Obra de Palacio y cuyo máximo exponente es Ventura Rodríguez.
Salvo en Aranjuez, condicionado por el plano previo de Bonavia, el urbanismo carolino se caracteriza por esta ausencia de pretensiones geométricas, por el sentido práctico y no formal de la intervención y por su racionalidad, es decir, por aplicar una geometría simple y clara -ángulos rectos, amplitud, proporción entre alturas y anchura- a una funcionalidad nueva, derivada de aplicar a la vida de corte las ideas ilustradas de orden e higiene que también rigen las nuevas poblaciones agrícolas de Andalucía.
No hay que olvidar que este programa urbano de los Reales Sitios viene obligado por el aumento del séquito y de la gente que seguía las jornadas, de modo que en principio se plantea la conveniencia de facilitar la construcción de casas particulares para que la Corona pueda fácilmente alquilar habitaciones con destino a la comitiva de las personas reales. Al final del reinado, Floridablanca hará formar planes detallados de todas estas viviendas alquiladas y planteará la mayor conveniencia de que la Casa Real reedifique las antiguas dependencias para alojar al séquito, ampliándolas y dando con ello una monumentalidad nueva a los Sitios Reales. Pero la muerte del rey constructor dejó en el papel esta iniciativa.
El caso de El Escorial demuestra que el carácter funcional y ajeno al formalismo geométrico, propio de este urbanismo carolino, no obedece a la necesidad de incorporar calles y edificios ya existentes, como podría pensarse en El Pardo y La Granja, sino a la aplicación consciente de los principios que señalábamos antes. El Real Sitio de San Lorenzo, o sea la nueva población de El Escorial de arriba, surge por iniciativa personal del rey impuesta a los jerónimos, propietarios de los terrenos. El arquitecto responsable de la ordenación fue Juan Esteban, autor asimismo de algunos edificios, pero la mayor parte de éstos se debe a Juan de Villanueva, quien, merced a tres sucesivos nombramientos -arquitecto del Monasterio, luego del nuevo pueblo y por último del Príncipe y los Infantes- selló con su estilo el urbanismo de este Real Sitio, el más notable también desde el punto de vista de la arquitectura doméstica. Ya a fines del siglo planteó Villanueva un ensanche de la población conforme a un plano geométrico, que no llegó a realizarse.
Todas estas actuaciones edilicias no se entienden sin tener en cuenta la nueva imagen de ciudad y de arquitectura cortesana que había planteado Carlos III desde su llegada, empleando para ello a Francisco Sabatini. Su labor en la reforma urbana de la capital -organización de la limpieza y el empedrado de las calles, sistema de pozos negros en las casas, iluminación- obedece a un principio de decoro en la representación de la Corte del monarca luego aplicado, como hemos visto, en los Sitios Reales. En ellos los respectivos arquitectos se encargaron de la planificación y de la construcción, de modo que sólo cupo a Sabatini un papel difuso, pero efectivo, como principal persona de confianza del rey en estas materias.